ENREDO EN BUCLE CON EDADES PSÍQUICAS
Pertenezco a una generación, la del postpunk, la del No future, que estuvo muy marcada por un rechazo frontal a la cultura. La cultura era, de algún modo, la encarnación del poder y de la opresión. Suponía una vida alienada por el saber institucional. Lo que no me hubiera imaginado entonces es que mi propia trayectoria artística me iba hacer entender que, lo que consideramos como clásicos, representan en cada época un nivel de subversión equivalente a lo que hoy entendemos como tal y, por tanto, que hay que diferenciarlos del uso normalizador que de ellos hace la cultura oficial. Me refiero, entre otros, al empleo del conocimiento de una materia como status o poder, algo que está muy alejado del arte.
En una entrevista reciente, salió a la luz una anécdota que se relaciona especialmente con mi periodo de formación. Me gustaría profundizar en ella para ir así al principio de un relato que comienza, como todas las historias, desde lo más insignificante.
Ser joven en el contexto de los años ochenta en el País Vasco no tiene nada que ver con ser joven ahora. Entre aquel paisaje bélico (declive industrial con su consecuente paro, atentados de ETA, guerra sucia del GAL, manifestaciones y altercados reprimidos por una policía sanguinaria, etc.) habría que destacar una conflictividad intergeneracional marcada por leyes “anti-juventud”. Como la creación de un plan denominado Zona Especial Norte (ZEN) que considera como sujetos potencialmente peligrosos a los jóvenes. Una especie de variante de la ley de peligrosidad social entre los años 1983 a 1987. Esta ley sustituía principalmente a la anterior “Ley de vagos y maleantes” para el control de todos los elementos considerados antisociales. Asimismo, es importante recordar que el delito de “escándalo público” contra las conductas provocadoras (nudismo, exhibicionismo, “voyeurismo” u homosexualidad) estuvo vigente hasta 1988.
Muchos necesitábamos sublevarnos contra la actitud de nuestros progenitores de no llamar la atención, de permanecer en silencio. Había que responder con quién eras tú en oposición al resto. Y cada uno lo hacía a su manera. Pero existía mucha censura ante cualquier apariencia que no representara un respeto reverencial a las convenciones del entorno. Tenías que defenderte continuamente de las fauces de la policía que ejercía plena licencia para acosar por el aspecto. No se me olvida el terror que sentíamos cuando nos paraba una patrulla. Cuando salían del coche con chulería tocándose sus genitales por encima del pantalón. Y la impotencia desde el inicio de su interrogatorio: “¿de dónde vienes?”. Esa secuencia representando la impunidad ejercida por dos hombres armados, me hacía sentir ridícula. Sus preguntas consistían en una especie de test para medir que no eras una prostituta. Entonces te dejaban marchar. Cuando iba acompañada de algún amigo, utilizábamos una especie de protocolo que ya teníamos ensayado previamente con el fin de demostrar que se trataba de mi pareja, y por lo tanto, que no era —según esa expresión tan despectiva que utilizaban— “de la acera de enfrente". Tengo grabadas sus risitas burlonas en este tipo de escena que se reprodujo bastantes veces. También recuerdo cómo intentaba que mi voz no se quebrara cuando afirmaba: “es mi novio”.
Además de las fuerzas del orden, había ciertas personas que también agredían. Lo que imperaba era una monotonía casi monástica. Un tejido monocromo que pertenecía, casi por ley, a cada clase. En la mía, parecía que solamente se asumiera una versión decente a partir del mono azul cobalto del trabajador. Cualquier gesto externo de rebelión contra esa uniformidad, podía convertirse fácilmente en una forma de violencia. Sobre todo, en grotescos insultos verbales cuando se trataba de vilipendiar al género femenino. Una apariencia diferente se relacionaba directamente con “mujer fácil” y, por tanto, merecedora de escarmiento. Por ello, el temor de que alguien abusara sexualmente de ti, justificándose socialmente por un supuesto aspecto provocador, estaba muy presente. Tenías que estar preparada para escabullirte en cualquier momento. Es inevitable sentir una empatía especial cada vez que observo grupos de emigrantes asustados recogiendo rápidamente su mercancía para salir en estampida. Como si en esa manta portátil cupieran todas sus pertenencias sin que nadie tenga interés alguno para pararse en sus verdaderos atributos humanos. Muchas veces se requisa el futuro de una persona con una sola mirada.
Aún así, salir en la noche era imaginar un escenario más amable y más acorde con mis deseos. Sin saberlo, se estaba fraguando un compromiso con una “nada” más prometedora que aquel presente. El “mundo moderno” no se había instalado aún en la calle y nuestras referencias eran tan eclécticas como la forma para conseguirlas. Una y otra vez repetía un mismo ejercicio diciéndome para mis adentros: “Si soy capaz de expresar todo a la vez con la simple alteración de mi presencia física —mi única propiedad— encontraré mejores interlocutores”. Mis armas consistían en elaborar con mis propias manos un atuendo distinto para cada día con la condición de que no supusiera un gasto: ajuar familiar, Emaús, basura. No había un proyecto o meta en el horizonte, pero no por ello asumíamos ser meras espectadoras. Nuestros impulsos no nacían desde una estrategia, sino del propio corazón. Ese anhelo de no esperar una situación distinta para salvarte del abismo sino que había que hacer algo, por ínfimo que fuera, se manifestaba en crear una extensión de fantasía de la cabeza a los pies. Más tarde, esto se convertiría en una vacuna para poder crear independientemente de tus circunstancias, a no trabajar necesariamente dependiendo de la demanda, a creer en mi propia agencia. Todo era susceptible de convertirse en un posible material y, por tanto, no se podía dejar escapar ningún detalle. Había que aprovecharlo todo. Lo que para los demás era innecesario y superficial a mí me ayudó a tomar las riendas de mi propio destino.
No solamente había que buscar otros lugares que te permitieran ser tú, se trataba de preparase para ir a ellos: lo que antecedía a ese acto era tan importante, o más, que la propia vivencia que, casi con toda seguridad, te iba a decepcionar. Ese ritual que antecede al desarrollo de una idea, mucho más adelante, iba a transferirse al proceso de la obra. Cada ejercicio de preparación es otra nueva respuesta transitoria. Decidir lo que se desvela de lo que ha ocurrido antes de la conclusión final, está muy presente en el proceso.
Entre la maraña de múltiples estilos que experimentaba diariamente, como si se me fuera la vida en ello, podría definir uno que aglutina muy bien a todos: una especie de estilo “dandy- obrero”. Mi apariencia llamaba especialmente la atención, pero el efecto se amplificaba a otro nivel cuando iba acompañada de mi querida amiga. Entonces se subrayaba con intensidad esa naturaleza tan temida de “la rara”. La tensión se multiplicaba con tal eco que temíamos lo peor tras el silencio acusador. Se hacía un vacío. Cuando se giraban para vernos con más atención por la espalda, la pregunta habitual era :
— Pero vosotras, ¿de dónde habéis salido?
— De Marte. — respondíamos al unísono con voz cortante y sin dejar de caminar.
Las miradas externas eran tan inquisidoras que rebotaba el sentimiento de sospecha en todas las direcciones. Portábamos algo abstracto e informe que, por alguna razón, generaba rechazo. Quizás fuera el miedo a una nueva clase de sublevación del proletariado manifestado por mujeres. Mi recuerdo es como si el asfalto se resquebrajara. Esa especie de rayo efímero extendido sobre el hormigón que dejábamos a nuestro paso era nuestra única huella. Sujetos y objetos al mismo tiempo, imitábamos a conciencia una seguridad aparente. Nuestra mirada se mostraba altiva para encubrir nuestras inseguridades. Hacía tiempo que se había declarado una guerra de género en casa. Simplemente había mucho dolor detrás que había que ocultar siendo más visible. Esa diferencia entre la persona que los demás perciben (la representación, la metáfora, el símbolo) y lo que realmente existe detrás de esa construcción tenía que ser necesariamente un punto de partida tan válido como cualquier otro. Tampoco íbamos a aceptar que la naturaleza divina tuviera de antemano preparado un camino para nosotras. Parecería que ya entonces hubiéramos intuido una relación entre morfología y vulnerabilidad: si tu forma cambia, se modificará tu evolución y eso alterará necesariamente aspectos de tu percepción sobre el mundo, y por tanto, sobre tu propia mortalidad. En el breve ensayo Destino y Carácter de Walter Benjamin, se dice que si queremos obtener el concepto de destino, debemos separarlo del de carácter porque son dos nociones por completo divergentes. Es decir, donde hay carácter no habrá destino y viceversa. Podríamos decir, entonces, que nosotras éramos personajes de carácter.
Cuando comenzamos nuestra experiencia en la Facultad de Bellas Artes, ya nos rebelamos contra lo académico y cuestionamos a aquellos profesores, a menudo hombres, que no eran capaces de ser auto-críticos con sus planteamientos inflexibles, que no eran generosos con su tiempo, que no tenían interés en re-actualizar sus relaciones con el arte, que no entendían que una mujer se mostrara distinta o que no se comprometían suficientemente en su labor pedagógica. Rechazábamos determinados discursos teóricos que flotaban en el aire. “Ratas de biblioteca”, decíamos. No era difícil menospreciar esos alegatos recitados desde arriba si imaginábamos a esos hombres en la cama. Era nuestra manera de defendernos secretamente cuando ellos sugerían que lo que hacíamos “no era arte”. Frente a todo esto, nuestra máxima era que un gramo de experiencia podía ser infinitamente más relevante que una tonelada de teoría. Ahí se comenzó a gestar una puesta en cuestión de los elementos plásticos que tradicionalmente han vinculado al arte con nociones consideradas básicamente masculinas, como la fuerza, la dureza, la prevalencia de lo físico, un sujeto seguro de sí mismo, etc. Nunca hubiéramos podido imaginar que iniciábamos algo que, por nuestra propia decisión y cabezonería, iba a ser clave en un cambio de rumbo de nuestro destino .
No es exageración afirmar que muchas veces estuvimos en peligro. Que teníamos que huir corriendo con nuestros tacones de aguja para escondernos. Me acuerdo del sonido vidriado de cientos de perlas de rastrillo golpeando sobre las baldosas de cemento al romperse varios collares a la vez, en una de esas fugas. O cómo un extenso velo, que en su día hubiera servido galantemente a una novia inmaculada, al engancharse a una columna de hormigón, nos atrapara como una gran tela de araña. Se auguraban múltiples caídas como consecuencia directa del proyectarse en una identidad líquida. Lo habitual era sentirse mancillada por la vergüenza ajena. Como si quisieran convencerte que abandonaras tus propósitos, fueran los que fueran, cuanto antes. Pero nada de todo aquello iba a destruir la ilusión de mantener una postura. Se trataba de ir hacia un lugar inexistente pero que era vital. No te acercas a lo creativo para buscar “belleza” sino para encontrar otras herramientas. Esa misma actitud de dedicarse a algo que, en principio no es funcional pero que es de primera necesidad, sigue impregnando nuestra vida. Son aspectos atávicos los que te guían, aquellos que tienen que ver más con la “cueva”, cuando los actos más simples estaban marcados por la supervivencia.
Aun siendo aves nocturnas replegadas en los pocos garitos que nos cobijaban con más o menos suerte, de vez en cuando salíamos a la luz. El negro aterciopelado de los labios en contraste con nuestros semblantes de cera, nos confería una apariencia más extraña durante el día. Nuestros ropajes, que por la noche nos parecían refulgentes, lucían harapientos en comparación con los planchados de los transeúntes. Ya el mero hecho de observar lo que éramos capaces de hacer con imposibles volúmenes y color en el pelo, delataba toda la energía que estábamos dispuestas a invertir en transformar el cuerpo en otra cosa.
Una vez, cuando estábamos en pleno centro de Bilbao justo en la hora oficial de la merienda, nos tiraron con desprecio un bocadillo de jamón York a nuestros pies. Como si aquel gesto fuera un límite que parecía decir: “no se te ocurra intentar traspasar mi frontera de normalidad”. La evocación de esa piedra bíblica transformada en un flácido bocadillo se ha tornado especialmente simbólica a lo largo de mi trayectoria. Nos siguen arrojando bocadillos de jamón York cada vez que recibimos críticas, no de nuestro trabajo, sino de nuestra persona.
AUTO-RETRATO ROSA
Auto-Retrato Rosa, 1994 —trece años después de esta anécdota—, fue mi primera fotografía mostrada como obra. Se trata de mi propio busto donde la cabeza está cubierta por una especie de cabellera realizada con capas abundantes de lonchas de jamón de York. Salta a la vista la venganza contra aquella moral autoritaria que me intentaba alejar de mi determinación. Vestirme con ese pelo en forma de carne cocida es una manera de estar desnuda. Una especie de retrato Dorian Gray enseñando las vísceras del recuerdo de lo vivido. Sobre todo, alude a lo que eres capaz de hacer con aquello que se te tira con desprecio. Pero en tus garras, esas sobras se pueden convertir en producción sofisticada. Está latente también una actitud, casi un manifiesto, de desterrar el “todo ya está realizado”, que es como un sobrante ideológico del sistema para inmovilizarte.
Una pista en las cejas sin depilar que le da una cierta rudeza al semblante, metáfora de una naturaleza animal que no consigue borrarse a pesar del intelecto dominante. Ese vello bien pudiera ser el resto peludo de la Bestia en el último paso de su mutación para volver a ser humano. Latente el instinto más salvaje como soporte esencial… permitir que el monstruo interno salga a la luz cuando su crueldad no sea tan temible.
En este trabajo destacaría una erótica de la clase obrera que sin duda, gana la partida a una liposucción de las formas. Como el sexo implícito que Marlon Brando no tenía que interpretar porque le constituía. Ojalá hubiéramos sido conscientes de la importancia de registrar nuestras acciones cuando salíamos con nuestras pintas. Tendríamos ahora un material impagable. Pero entonces aquellos actos los sentíamos como una liturgia preparatoria. Por cierto, en esa ‘coronación’ sin espinas con un material comestible, fui asistida por uno de mis novios en aquellas redadas.
Nadie se imaginaba el simbolismo que el rosa iba a tener a mediados de los años noventa, la época de picos más altos del VIH. Por la aparición de unas manchas de color rosáceo en el cuerpo del infectado, la prensa comenzó a llamar al sida, la “peste rosa”. Como si fuese un estigma divino por la vida depravada de un colectivo. Se tenía muy poca información hasta que los expertos descubrieron que víctima de sida podía ser cualquiera. Una etapa en la que quienes habían adquirido este virus, se veían obligados a falsificar que no estaban enfermos, que permanecían fuertes, que parecían estar tan sanos como antes, que no iban a claudicar en sus actos de fantasía, que podían besar y ser besados por los demás… que sus amigos les iban a ayudar en la peor de las circunstancias. Había que falsificar todo esto. Su anhelo de identidad en movimiento mutó a un idealismo de bondad ilusoria de su contexto para sobrevivir. Esta fotografía es un pequeño vestigio de haber sido testigo de todo esto.
Mallorca, 2020. Ana Laura Aláez
Este texto fue publicado en el Catálogo “ Un momento atemporal. 35 años de la Muestra Artes Visuales de Injuve” de la exposición en Tabacalera Promoción del Arte (Calle de Embajadores, 51. Madrid), 29 de octubre de 2020 – 4 de abril de 2021.
Pertenezco a una generación, la del postpunk, la del No future, que estuvo muy marcada por un rechazo frontal a la cultura. La cultura era, de algún modo, la encarnación del poder y de la opresión. Suponía una vida alienada por el saber institucional. Lo que no me hubiera imaginado entonces es que mi propia trayectoria artística me iba hacer entender que, lo que consideramos como clásicos, representan en cada época un nivel de subversión equivalente a lo que hoy entendemos como tal y, por tanto, que hay que diferenciarlos del uso normalizador que de ellos hace la cultura oficial. Me refiero, entre otros, al empleo del conocimiento de una materia como status o poder, algo que está muy alejado del arte.
En una entrevista reciente, salió a la luz una anécdota que se relaciona especialmente con mi periodo de formación. Me gustaría profundizar en ella para ir así al principio de un relato que comienza, como todas las historias, desde lo más insignificante.
Ser joven en el contexto de los años ochenta en el País Vasco no tiene nada que ver con ser joven ahora. Entre aquel paisaje bélico (declive industrial con su consecuente paro, atentados de ETA, guerra sucia del GAL, manifestaciones y altercados reprimidos por una policía sanguinaria, etc.) habría que destacar una conflictividad intergeneracional marcada por leyes “anti-juventud”. Como la creación de un plan denominado Zona Especial Norte (ZEN) que considera como sujetos potencialmente peligrosos a los jóvenes. Una especie de variante de la ley de peligrosidad social entre los años 1983 a 1987. Esta ley sustituía principalmente a la anterior “Ley de vagos y maleantes” para el control de todos los elementos considerados antisociales. Asimismo, es importante recordar que el delito de “escándalo público” contra las conductas provocadoras (nudismo, exhibicionismo, “voyeurismo” u homosexualidad) estuvo vigente hasta 1988.
Muchos necesitábamos sublevarnos contra la actitud de nuestros progenitores de no llamar la atención, de permanecer en silencio. Había que responder con quién eras tú en oposición al resto. Y cada uno lo hacía a su manera. Pero existía mucha censura ante cualquier apariencia que no representara un respeto reverencial a las convenciones del entorno. Tenías que defenderte continuamente de las fauces de la policía que ejercía plena licencia para acosar por el aspecto. No se me olvida el terror que sentíamos cuando nos paraba una patrulla. Cuando salían del coche con chulería tocándose sus genitales por encima del pantalón. Y la impotencia desde el inicio de su interrogatorio: “¿de dónde vienes?”. Esa secuencia representando la impunidad ejercida por dos hombres armados, me hacía sentir ridícula. Sus preguntas consistían en una especie de test para medir que no eras una prostituta. Entonces te dejaban marchar. Cuando iba acompañada de algún amigo, utilizábamos una especie de protocolo que ya teníamos ensayado previamente con el fin de demostrar que se trataba de mi pareja, y por lo tanto, que no era —según esa expresión tan despectiva que utilizaban— “de la acera de enfrente". Tengo grabadas sus risitas burlonas en este tipo de escena que se reprodujo bastantes veces. También recuerdo cómo intentaba que mi voz no se quebrara cuando afirmaba: “es mi novio”.
Además de las fuerzas del orden, había ciertas personas que también agredían. Lo que imperaba era una monotonía casi monástica. Un tejido monocromo que pertenecía, casi por ley, a cada clase. En la mía, parecía que solamente se asumiera una versión decente a partir del mono azul cobalto del trabajador. Cualquier gesto externo de rebelión contra esa uniformidad, podía convertirse fácilmente en una forma de violencia. Sobre todo, en grotescos insultos verbales cuando se trataba de vilipendiar al género femenino. Una apariencia diferente se relacionaba directamente con “mujer fácil” y, por tanto, merecedora de escarmiento. Por ello, el temor de que alguien abusara sexualmente de ti, justificándose socialmente por un supuesto aspecto provocador, estaba muy presente. Tenías que estar preparada para escabullirte en cualquier momento. Es inevitable sentir una empatía especial cada vez que observo grupos de emigrantes asustados recogiendo rápidamente su mercancía para salir en estampida. Como si en esa manta portátil cupieran todas sus pertenencias sin que nadie tenga interés alguno para pararse en sus verdaderos atributos humanos. Muchas veces se requisa el futuro de una persona con una sola mirada.
Aún así, salir en la noche era imaginar un escenario más amable y más acorde con mis deseos. Sin saberlo, se estaba fraguando un compromiso con una “nada” más prometedora que aquel presente. El “mundo moderno” no se había instalado aún en la calle y nuestras referencias eran tan eclécticas como la forma para conseguirlas. Una y otra vez repetía un mismo ejercicio diciéndome para mis adentros: “Si soy capaz de expresar todo a la vez con la simple alteración de mi presencia física —mi única propiedad— encontraré mejores interlocutores”. Mis armas consistían en elaborar con mis propias manos un atuendo distinto para cada día con la condición de que no supusiera un gasto: ajuar familiar, Emaús, basura. No había un proyecto o meta en el horizonte, pero no por ello asumíamos ser meras espectadoras. Nuestros impulsos no nacían desde una estrategia, sino del propio corazón. Ese anhelo de no esperar una situación distinta para salvarte del abismo sino que había que hacer algo, por ínfimo que fuera, se manifestaba en crear una extensión de fantasía de la cabeza a los pies. Más tarde, esto se convertiría en una vacuna para poder crear independientemente de tus circunstancias, a no trabajar necesariamente dependiendo de la demanda, a creer en mi propia agencia. Todo era susceptible de convertirse en un posible material y, por tanto, no se podía dejar escapar ningún detalle. Había que aprovecharlo todo. Lo que para los demás era innecesario y superficial a mí me ayudó a tomar las riendas de mi propio destino.
No solamente había que buscar otros lugares que te permitieran ser tú, se trataba de preparase para ir a ellos: lo que antecedía a ese acto era tan importante, o más, que la propia vivencia que, casi con toda seguridad, te iba a decepcionar. Ese ritual que antecede al desarrollo de una idea, mucho más adelante, iba a transferirse al proceso de la obra. Cada ejercicio de preparación es otra nueva respuesta transitoria. Decidir lo que se desvela de lo que ha ocurrido antes de la conclusión final, está muy presente en el proceso.
Entre la maraña de múltiples estilos que experimentaba diariamente, como si se me fuera la vida en ello, podría definir uno que aglutina muy bien a todos: una especie de estilo “dandy- obrero”. Mi apariencia llamaba especialmente la atención, pero el efecto se amplificaba a otro nivel cuando iba acompañada de mi querida amiga. Entonces se subrayaba con intensidad esa naturaleza tan temida de “la rara”. La tensión se multiplicaba con tal eco que temíamos lo peor tras el silencio acusador. Se hacía un vacío. Cuando se giraban para vernos con más atención por la espalda, la pregunta habitual era :
— Pero vosotras, ¿de dónde habéis salido?
— De Marte. — respondíamos al unísono con voz cortante y sin dejar de caminar.
Las miradas externas eran tan inquisidoras que rebotaba el sentimiento de sospecha en todas las direcciones. Portábamos algo abstracto e informe que, por alguna razón, generaba rechazo. Quizás fuera el miedo a una nueva clase de sublevación del proletariado manifestado por mujeres. Mi recuerdo es como si el asfalto se resquebrajara. Esa especie de rayo efímero extendido sobre el hormigón que dejábamos a nuestro paso era nuestra única huella. Sujetos y objetos al mismo tiempo, imitábamos a conciencia una seguridad aparente. Nuestra mirada se mostraba altiva para encubrir nuestras inseguridades. Hacía tiempo que se había declarado una guerra de género en casa. Simplemente había mucho dolor detrás que había que ocultar siendo más visible. Esa diferencia entre la persona que los demás perciben (la representación, la metáfora, el símbolo) y lo que realmente existe detrás de esa construcción tenía que ser necesariamente un punto de partida tan válido como cualquier otro. Tampoco íbamos a aceptar que la naturaleza divina tuviera de antemano preparado un camino para nosotras. Parecería que ya entonces hubiéramos intuido una relación entre morfología y vulnerabilidad: si tu forma cambia, se modificará tu evolución y eso alterará necesariamente aspectos de tu percepción sobre el mundo, y por tanto, sobre tu propia mortalidad. En el breve ensayo Destino y Carácter de Walter Benjamin, se dice que si queremos obtener el concepto de destino, debemos separarlo del de carácter porque son dos nociones por completo divergentes. Es decir, donde hay carácter no habrá destino y viceversa. Podríamos decir, entonces, que nosotras éramos personajes de carácter.
Cuando comenzamos nuestra experiencia en la Facultad de Bellas Artes, ya nos rebelamos contra lo académico y cuestionamos a aquellos profesores, a menudo hombres, que no eran capaces de ser auto-críticos con sus planteamientos inflexibles, que no eran generosos con su tiempo, que no tenían interés en re-actualizar sus relaciones con el arte, que no entendían que una mujer se mostrara distinta o que no se comprometían suficientemente en su labor pedagógica. Rechazábamos determinados discursos teóricos que flotaban en el aire. “Ratas de biblioteca”, decíamos. No era difícil menospreciar esos alegatos recitados desde arriba si imaginábamos a esos hombres en la cama. Era nuestra manera de defendernos secretamente cuando ellos sugerían que lo que hacíamos “no era arte”. Frente a todo esto, nuestra máxima era que un gramo de experiencia podía ser infinitamente más relevante que una tonelada de teoría. Ahí se comenzó a gestar una puesta en cuestión de los elementos plásticos que tradicionalmente han vinculado al arte con nociones consideradas básicamente masculinas, como la fuerza, la dureza, la prevalencia de lo físico, un sujeto seguro de sí mismo, etc. Nunca hubiéramos podido imaginar que iniciábamos algo que, por nuestra propia decisión y cabezonería, iba a ser clave en un cambio de rumbo de nuestro destino .
No es exageración afirmar que muchas veces estuvimos en peligro. Que teníamos que huir corriendo con nuestros tacones de aguja para escondernos. Me acuerdo del sonido vidriado de cientos de perlas de rastrillo golpeando sobre las baldosas de cemento al romperse varios collares a la vez, en una de esas fugas. O cómo un extenso velo, que en su día hubiera servido galantemente a una novia inmaculada, al engancharse a una columna de hormigón, nos atrapara como una gran tela de araña. Se auguraban múltiples caídas como consecuencia directa del proyectarse en una identidad líquida. Lo habitual era sentirse mancillada por la vergüenza ajena. Como si quisieran convencerte que abandonaras tus propósitos, fueran los que fueran, cuanto antes. Pero nada de todo aquello iba a destruir la ilusión de mantener una postura. Se trataba de ir hacia un lugar inexistente pero que era vital. No te acercas a lo creativo para buscar “belleza” sino para encontrar otras herramientas. Esa misma actitud de dedicarse a algo que, en principio no es funcional pero que es de primera necesidad, sigue impregnando nuestra vida. Son aspectos atávicos los que te guían, aquellos que tienen que ver más con la “cueva”, cuando los actos más simples estaban marcados por la supervivencia.
Aun siendo aves nocturnas replegadas en los pocos garitos que nos cobijaban con más o menos suerte, de vez en cuando salíamos a la luz. El negro aterciopelado de los labios en contraste con nuestros semblantes de cera, nos confería una apariencia más extraña durante el día. Nuestros ropajes, que por la noche nos parecían refulgentes, lucían harapientos en comparación con los planchados de los transeúntes. Ya el mero hecho de observar lo que éramos capaces de hacer con imposibles volúmenes y color en el pelo, delataba toda la energía que estábamos dispuestas a invertir en transformar el cuerpo en otra cosa.
Una vez, cuando estábamos en pleno centro de Bilbao justo en la hora oficial de la merienda, nos tiraron con desprecio un bocadillo de jamón York a nuestros pies. Como si aquel gesto fuera un límite que parecía decir: “no se te ocurra intentar traspasar mi frontera de normalidad”. La evocación de esa piedra bíblica transformada en un flácido bocadillo se ha tornado especialmente simbólica a lo largo de mi trayectoria. Nos siguen arrojando bocadillos de jamón York cada vez que recibimos críticas, no de nuestro trabajo, sino de nuestra persona.
AUTO-RETRATO ROSA
Auto-Retrato Rosa, 1994 —trece años después de esta anécdota—, fue mi primera fotografía mostrada como obra. Se trata de mi propio busto donde la cabeza está cubierta por una especie de cabellera realizada con capas abundantes de lonchas de jamón de York. Salta a la vista la venganza contra aquella moral autoritaria que me intentaba alejar de mi determinación. Vestirme con ese pelo en forma de carne cocida es una manera de estar desnuda. Una especie de retrato Dorian Gray enseñando las vísceras del recuerdo de lo vivido. Sobre todo, alude a lo que eres capaz de hacer con aquello que se te tira con desprecio. Pero en tus garras, esas sobras se pueden convertir en producción sofisticada. Está latente también una actitud, casi un manifiesto, de desterrar el “todo ya está realizado”, que es como un sobrante ideológico del sistema para inmovilizarte.
Una pista en las cejas sin depilar que le da una cierta rudeza al semblante, metáfora de una naturaleza animal que no consigue borrarse a pesar del intelecto dominante. Ese vello bien pudiera ser el resto peludo de la Bestia en el último paso de su mutación para volver a ser humano. Latente el instinto más salvaje como soporte esencial… permitir que el monstruo interno salga a la luz cuando su crueldad no sea tan temible.
En este trabajo destacaría una erótica de la clase obrera que sin duda, gana la partida a una liposucción de las formas. Como el sexo implícito que Marlon Brando no tenía que interpretar porque le constituía. Ojalá hubiéramos sido conscientes de la importancia de registrar nuestras acciones cuando salíamos con nuestras pintas. Tendríamos ahora un material impagable. Pero entonces aquellos actos los sentíamos como una liturgia preparatoria. Por cierto, en esa ‘coronación’ sin espinas con un material comestible, fui asistida por uno de mis novios en aquellas redadas.
Nadie se imaginaba el simbolismo que el rosa iba a tener a mediados de los años noventa, la época de picos más altos del VIH. Por la aparición de unas manchas de color rosáceo en el cuerpo del infectado, la prensa comenzó a llamar al sida, la “peste rosa”. Como si fuese un estigma divino por la vida depravada de un colectivo. Se tenía muy poca información hasta que los expertos descubrieron que víctima de sida podía ser cualquiera. Una etapa en la que quienes habían adquirido este virus, se veían obligados a falsificar que no estaban enfermos, que permanecían fuertes, que parecían estar tan sanos como antes, que no iban a claudicar en sus actos de fantasía, que podían besar y ser besados por los demás… que sus amigos les iban a ayudar en la peor de las circunstancias. Había que falsificar todo esto. Su anhelo de identidad en movimiento mutó a un idealismo de bondad ilusoria de su contexto para sobrevivir. Esta fotografía es un pequeño vestigio de haber sido testigo de todo esto.
Mallorca, 2020. Ana Laura Aláez
Este texto fue publicado en el Catálogo “ Un momento atemporal. 35 años de la Muestra Artes Visuales de Injuve” de la exposición en Tabacalera Promoción del Arte (Calle de Embajadores, 51. Madrid), 29 de octubre de 2020 – 4 de abril de 2021.