SERGIO PREGO HIGH-RISE 03.01 / 26.02.2016
High-Rise es una respuesta plástica a la nueva arquitectura del museo como ejercicio radical de ocupación, planteada específicamente para los dos puntos transformados durante la primera fase de Acupuntura. La arquitectura del CA2M en transición: el zaguán de entrada y el nuevo espacio expositivo de tres plantas de altura abierto en el corazón del Centro.
Los trabajos de Prego en los últimos años constituyen una investigación acerca de la naturaleza de la escultura. Su vocabulario formal se ha reducido a cuerpos geométricos básicos, en referencia al lenguaje de la Modernidad y al repertorio del Minimalismo, momento en que dan comienzo los nuevos comportamientos artísticos contemporáneos. Las piezas cuestionan la materialidad de la escultura por su fabricación en materiales dúctiles y ligeros que hacen que la forma sólo exista en un estado determinado o a consecuencia de una acción continuada sobre la materia que las compone. Por último, su colocación, la relación topológica entre la escultura y el espacio donde se inserta, se inscribe como parte de las obras en una ambigua suplantación de la arquitectura por el arte. Así, lo formal, lo material y lo espacial se conciben como un sistema relacional: entrelazados e indisociables, cada decisión en una de las variables provoca un cambio en las otras y viceversa.
Para eso ha tomado como referencia la situación liminar o anticipatoria de ciertas experiencias que supusieron al mismo tiempo la culminación y el cuestionamiento de la Modernidad: la arquitectura de membranas inflables de finales de los años 60, convertida en sinónimo de autonomía variable, entre el ideal del aislamiento y la necesidad de integración, donde el sentido utópico de una arquitectura efímera y móvil se transformaba en una experiencia de extrañamiento máximo para su visitante. Algunos artistas de esa misma época dieron lugar precisamente a experiencias que pueden servir como genealogía para entender High-Rise: por una parte, el escultor catalán Josep Ponsatí, que realizó hinchables monumentales articulados a partir de una repetición modular; por otra, la artista brasileña Lygia Clark, que concebía en el 61 sus Bichos, formas geométricas plegadas sobre sí mismas, socializadas, pensadas para una relación cuerpo a cuerpo entre sí mismas y con el espectador activo que debía manipularlas.
Estas coordenadas son muy visibles en la instalación de la planta baja, que recibe a los espectadores desde la calle, compuesta por diferentes piezas que forman un conjunto coherente por acumulación. Se trata de tetraedros de cartón rígido que, con su forma estructurada y su alineación aparentemente caprichosa, investigan las posibilidades de articulación de sus volúmenes modulares, las capacidades combinatorias de un patrón geométrico a la hora de desarrollarse en el espacio desordenado de real. El espectador puede transitar entre estas piezas de suelo, puede circularlas, contemplarlas, en un ejercicio que tiene la flexibilidad fenomenológica de la escultura minimalista, realizada para ser leída por el cuerpo del espectador en su recorrido, utilizando la repetición seriada de elementos iguales como una forma de medida o un mecanismo de interpretación del espacio circundante en el que la escultura se inserta.
Estas formas se aplican a un segundo ejercicio específicamente concebido en respuesta a la proposición de investigar las potencialidades del espacio de la primera planta. Esta pieza central habita el monumental espacio con su gran escala, de doce metros de altura, en contradicción con su inmaterialidad: el volumen de sus membranas neumáticas, transparentes y traslúcidas está encapsulado en el espacio; la suma de elementos hinchables ejerce presión sobre el espacio existente, ocupando el plano arquitectónico como una pregunta lanzada a su entorno. Su estructura es modular, basada en la forma simple del tetraedro, un elemento simple de la geometría plástica. Los módulos son un principio de organización espacial, una solución al problema de ocupar el espacio y una referencia al cuerpo, al módulo como el indicio de cómo la arquitectura se forma siempre en referencia al cuerpo que va luego a habitarla. El límite de la definición de cada elemento es precisamente la tensa piel de la membrana que limita la expansión del aire encerrado en su interior. Su superficie se define tanto por su interior como por su exterior. Como decía el fenomenólogo Merleau-Ponty, cuando tocamos no tocamos otros cuerpos, sino que tocamos cada vez el límite de nuestro cuerpo con otro, que lo que tocamos es siempre nuestra propia superficie: “Mi cuerpo está hecho con la tela del mundo”.
La gran instalación se mantiene gracias a la continua aportación de aire que circula por toda su estructura. Su levantamiento supuso una acción compleja con algo de deportivo, de ejercicio físico, cuyas consecuencias son visibles en rasguños, marcas, rozaduras y huellas de manos en las paredes y el suelo de la sala de exposición: son un indicio precisamente de cómo la escultura es la suspensión de una acción en curso, el momento de máxima intensidad de un proceso de desplegado e hinchado que necesariamente ha de acabarse en un repliegue y vaciado. Por eso también es importante notar las maquetas de trabajo dispuestas sobre una mesa en la antesala de la primera planta: pruebas, posibilidades, combinatorias y el sentido de un plan, que podría ser reorganizado y retrazado de otras múltiples maneras.
El título de esta exposición, High-Rise, remite a una novela de J. G. Ballard, escritor británico de la ciencia ficción (traducida al español como Rascacielos), que trata de una ciudad vertical utópica que desciende a la distopía a través de una psicosis colectiva fruto de su aislamiento con respecto al exterior. El edificio donde transcurre es un ente psicológico en manos del escritor, un contenido latente en sus espacios liminales, una hostilidad posible entre combinaciones ilimitadas. Precisamente, Ballard decía escribir en 1968, “un reino imaginario en donde por un lado el mundo exterior de la realidad y por el otro el mundo interior de la mente pudieran encontrarse y fundirse”. Es esa calidad fuera de lo ordinario lo que la pieza de Prego activa en la propia institución donde ocurre: una posición psicológica potencial, una plusvalía experiencial de su aparente autonomía.
Sergio Prego (San Sebastián, 1969) es un escultor vasco, perteneciente a la generación gestada en el espacio de experimentación de Arteleku en San Sebastián. Durante más de una década estuvo instalado en Nueva York, donde fue durante años el único artista dentro de un grupo de ingenieros y arquitectos que componían el estudio del clásico del arte conteptual Vito Acconci. A lo largo de su trayectoria ha venido cuestionando y reformulando su adscripción a esa tradición, la de la performatividad y la crítica institucional del arte de los años 60 a través del vídeo, la intervención espacial, la escultura y la arquitectura neumática.
Los trabajos de Prego en los últimos años constituyen una investigación acerca de la naturaleza de la escultura. Su vocabulario formal se ha reducido a cuerpos geométricos básicos, en referencia al lenguaje de la Modernidad y al repertorio del Minimalismo, momento en que dan comienzo los nuevos comportamientos artísticos contemporáneos. Las piezas cuestionan la materialidad de la escultura por su fabricación en materiales dúctiles y ligeros que hacen que la forma sólo exista en un estado determinado o a consecuencia de una acción continuada sobre la materia que las compone. Por último, su colocación, la relación topológica entre la escultura y el espacio donde se inserta, se inscribe como parte de las obras en una ambigua suplantación de la arquitectura por el arte. Así, lo formal, lo material y lo espacial se conciben como un sistema relacional: entrelazados e indisociables, cada decisión en una de las variables provoca un cambio en las otras y viceversa.
Para eso ha tomado como referencia la situación liminar o anticipatoria de ciertas experiencias que supusieron al mismo tiempo la culminación y el cuestionamiento de la Modernidad: la arquitectura de membranas inflables de finales de los años 60, convertida en sinónimo de autonomía variable, entre el ideal del aislamiento y la necesidad de integración, donde el sentido utópico de una arquitectura efímera y móvil se transformaba en una experiencia de extrañamiento máximo para su visitante. Algunos artistas de esa misma época dieron lugar precisamente a experiencias que pueden servir como genealogía para entender High-Rise: por una parte, el escultor catalán Josep Ponsatí, que realizó hinchables monumentales articulados a partir de una repetición modular; por otra, la artista brasileña Lygia Clark, que concebía en el 61 sus Bichos, formas geométricas plegadas sobre sí mismas, socializadas, pensadas para una relación cuerpo a cuerpo entre sí mismas y con el espectador activo que debía manipularlas.
Estas coordenadas son muy visibles en la instalación de la planta baja, que recibe a los espectadores desde la calle, compuesta por diferentes piezas que forman un conjunto coherente por acumulación. Se trata de tetraedros de cartón rígido que, con su forma estructurada y su alineación aparentemente caprichosa, investigan las posibilidades de articulación de sus volúmenes modulares, las capacidades combinatorias de un patrón geométrico a la hora de desarrollarse en el espacio desordenado de real. El espectador puede transitar entre estas piezas de suelo, puede circularlas, contemplarlas, en un ejercicio que tiene la flexibilidad fenomenológica de la escultura minimalista, realizada para ser leída por el cuerpo del espectador en su recorrido, utilizando la repetición seriada de elementos iguales como una forma de medida o un mecanismo de interpretación del espacio circundante en el que la escultura se inserta.
Estas formas se aplican a un segundo ejercicio específicamente concebido en respuesta a la proposición de investigar las potencialidades del espacio de la primera planta. Esta pieza central habita el monumental espacio con su gran escala, de doce metros de altura, en contradicción con su inmaterialidad: el volumen de sus membranas neumáticas, transparentes y traslúcidas está encapsulado en el espacio; la suma de elementos hinchables ejerce presión sobre el espacio existente, ocupando el plano arquitectónico como una pregunta lanzada a su entorno. Su estructura es modular, basada en la forma simple del tetraedro, un elemento simple de la geometría plástica. Los módulos son un principio de organización espacial, una solución al problema de ocupar el espacio y una referencia al cuerpo, al módulo como el indicio de cómo la arquitectura se forma siempre en referencia al cuerpo que va luego a habitarla. El límite de la definición de cada elemento es precisamente la tensa piel de la membrana que limita la expansión del aire encerrado en su interior. Su superficie se define tanto por su interior como por su exterior. Como decía el fenomenólogo Merleau-Ponty, cuando tocamos no tocamos otros cuerpos, sino que tocamos cada vez el límite de nuestro cuerpo con otro, que lo que tocamos es siempre nuestra propia superficie: “Mi cuerpo está hecho con la tela del mundo”.
La gran instalación se mantiene gracias a la continua aportación de aire que circula por toda su estructura. Su levantamiento supuso una acción compleja con algo de deportivo, de ejercicio físico, cuyas consecuencias son visibles en rasguños, marcas, rozaduras y huellas de manos en las paredes y el suelo de la sala de exposición: son un indicio precisamente de cómo la escultura es la suspensión de una acción en curso, el momento de máxima intensidad de un proceso de desplegado e hinchado que necesariamente ha de acabarse en un repliegue y vaciado. Por eso también es importante notar las maquetas de trabajo dispuestas sobre una mesa en la antesala de la primera planta: pruebas, posibilidades, combinatorias y el sentido de un plan, que podría ser reorganizado y retrazado de otras múltiples maneras.
El título de esta exposición, High-Rise, remite a una novela de J. G. Ballard, escritor británico de la ciencia ficción (traducida al español como Rascacielos), que trata de una ciudad vertical utópica que desciende a la distopía a través de una psicosis colectiva fruto de su aislamiento con respecto al exterior. El edificio donde transcurre es un ente psicológico en manos del escritor, un contenido latente en sus espacios liminales, una hostilidad posible entre combinaciones ilimitadas. Precisamente, Ballard decía escribir en 1968, “un reino imaginario en donde por un lado el mundo exterior de la realidad y por el otro el mundo interior de la mente pudieran encontrarse y fundirse”. Es esa calidad fuera de lo ordinario lo que la pieza de Prego activa en la propia institución donde ocurre: una posición psicológica potencial, una plusvalía experiencial de su aparente autonomía.
Sergio Prego (San Sebastián, 1969) es un escultor vasco, perteneciente a la generación gestada en el espacio de experimentación de Arteleku en San Sebastián. Durante más de una década estuvo instalado en Nueva York, donde fue durante años el único artista dentro de un grupo de ingenieros y arquitectos que componían el estudio del clásico del arte conteptual Vito Acconci. A lo largo de su trayectoria ha venido cuestionando y reformulando su adscripción a esa tradición, la de la performatividad y la crítica institucional del arte de los años 60 a través del vídeo, la intervención espacial, la escultura y la arquitectura neumática.