ALDO URBANO 1.06 / 20.07.2018
DURANTE UN EXPERIMENTO CASERO ALREDEDOR DEL COLOR, UNA VELA BÍFIDA Y EL OCASO DE DOS SOLES GEMELOS
Goethe tenía la candidez de montar experimentos caseros con velas y pequeños objetos para comprobar sus teorías acerca del color (están recogidos en su libro “Teoría del color”, 1810). Me imagino esas escenas mágicas y ridículas a un tiempo. Uno de sus experimentos caseros alrededor de las sombras complementarias es como sigue: en los últimos momentos del ocaso, deberemos colocar un objeto que recibirá por un lado la tenue luz del atardecer y por el otro el resplandor de una vela, arrojando entonces una doble sombra en la que podremos observar simultáneamente a los dos complementarios. A pesar de la sencillez de los montajes, está poniendo efectivamente a la realidad contra las cuerdas, obligando al mecanismo de la percepción, tan natural y perfecto, a chirriar. Y, entre otras cosas, en ese chirrido parece descubrir que la compensación entre los complementarios que ocurre a cada momento, y que él en sus experimentos visualiza con una mayor claridad de la que nos es dada en la vida cotidiana, en realidad es una modulación de nuestro aparato cognitivo, una compensación destinada a que la realidad pueda ser leída y los colores distinguidos entre ellos.
Lo que me interesa de su teoría no es que señalara que el naranja complementa al azul, sino que insinuase que esta compensación se produce en el aparato que percibe y no en el objeto: es decir, a priori no hay nada dentro de la luz anaranjada que haga que la sombra sea azulada. Pero, ¿existen los colores antes de que nosotros los veamos? Con sus experimentos empíricos, Goethe traza los límites de una ley omnipresente y dibuja una cárcel invisible en la que no sabíamos que vivíamos. Seguirle conduce a una idea que debió desatar el pánico en su momento: el color no está ahí, es una fantasmagoría que crea nuestro cerebro a cada momento en su interminable empeño por distinguir en la realidad aquello que mueve su deseo o su miedo. Los colores son en realidad siempre de base alucinatoria.
Ahora imagino a Goethe mirando con vehemencia al disco solar: al cerrar los ojos, su retina, herida por la suprema claridad del astro, proyecta la huella de una esfera verdosa contra un fondo rojizo. Él comprende el proceso porque lo ha visto y repetido muchas veces, comprende que todo se origina en un punto íntimo del nervio óptico y ahí, sin que medie la decisión y con el instinto de conservación anulado, con unas tijeras corta el nervio: observa entonces dos soles gemelos en vez de uno, como si cada ojo registrara una imagen disociada, o como si cada hemisferio siguiera un rumbo paralelo al otro. La imagen esencial de un sol único poniéndose, una estampa que el tiempo no ha podido mover un ápice, se pervierte de súbito en una escena mutante.
La luz enferma que arrojan estos dos soles encuentra su parangón en la renovada dualidad de otro gadget flamígero que ha estado usando para sus experimentos: la vela. Un extraño objeto portador de una llama única cuyo uso en la mística tiene que ver con la intuición de que la verdad debe ser una, y con el anhelo de transitar el filo de la navaja de un presente en el que la multiplicidad se disolvería y la unidad sería todo lo que hay.
Pero ahora una vela bífida sostiene dos llamas gemelas, emitiendo una doble luz, y adelantando su deterioro debido a su excesiva incandescencia. Goethe acaba de ingresar en una pesadilla como siempre se ingresa en estas: por curiosidad.
¿Qué hay en una escena repetida simétricamente como la de dos soles gemelos poniéndose sobre el horizonte que resulta más inquietante que todas las catástrofes naturales de la tierra?
Goethe, curioso y suicida, ha cortado el nervio, el íntimo punto en el que se unía la dualidad. De hecho, mientras permanecía unida, ni siquiera sabíamos que era una dualidad uniéndose a cada momento. Lo que ahora ha de arremeter es la locura.
Mientras escribo esto camino por la calle y veo un anuncio en el que aparece el logo de Red Bull en el que dos toros se encuentran desde direcciones opuestas como metáfora escogida por la empresa para la energía difícil de gestionar que puede provocar la bebida. El choque de estos dos toros se produce, sin embargo, englobado en un sol único, lo cual podría interpretarse como un signo de que la razón no va a perderse durante la embestida autodestructiva o, si se quiere, una promesa velada de que mañana será otro día. Me parece que en este caso la dualidad no es perturbadora pues la cualidad de los gemelos es que no van en direcciones opuestas, no obedecen a morales contrarias: esa es la dualidad que contienen los hermanos y que implica complementariedad. Una polaridad de signos opuestos (bien/mal, luz/oscuridad) en cuyo equilibrio habría paz. Los gemelos en cambio tienen la misma condición estable pero su estabilidad solo causa extrañeza, son inquietantes porque no chocan entre ellos sino que se limitan a coexistir en una simultaneidad malsana. O, tal vez, sí se esté produciendo en estos gemelos “estables” una colisión: cada uno de ellos es arremetido por dos fuerzas tremendas desde direcciones opuestas, pero cuyo resultado vuelve a cero por ser equivalentes. Se trata entonces de la calma tensa fruto de una simetría de fuerzas perversa, el terror del punto medio, la quietud falsa del ojo del huracán. Ver un suceso gemelo parece ser una afrenta a Dios, que no permite que algo suceda doblemente, y así ha sido entendido a lo largo de la historia. Por eso en el arte religioso se ha considerado a la simetría de orden diabólico. La historia de la superstición es interminable. Cuando lo que se pone por el horizonte son dos soles gemelos, lo que entendemos es que mañana no será otro día, y que la normalidad ha sido violada.
Una de las pinturas de la exposición produce un efecto fantasmagórico temporal en la visión si después de mirarla durante un minuto o más miramos una pared blanca o cerramos los ojos, apareciéndosenos la misma imagen como un espectro con los colores invertidos. La imagen que habrá quedado impresa en nuestra retina son dos soles gemelos, o dos ojos fijos, y habitamos ya la pesadilla.
Lo que me interesa de su teoría no es que señalara que el naranja complementa al azul, sino que insinuase que esta compensación se produce en el aparato que percibe y no en el objeto: es decir, a priori no hay nada dentro de la luz anaranjada que haga que la sombra sea azulada. Pero, ¿existen los colores antes de que nosotros los veamos? Con sus experimentos empíricos, Goethe traza los límites de una ley omnipresente y dibuja una cárcel invisible en la que no sabíamos que vivíamos. Seguirle conduce a una idea que debió desatar el pánico en su momento: el color no está ahí, es una fantasmagoría que crea nuestro cerebro a cada momento en su interminable empeño por distinguir en la realidad aquello que mueve su deseo o su miedo. Los colores son en realidad siempre de base alucinatoria.
Ahora imagino a Goethe mirando con vehemencia al disco solar: al cerrar los ojos, su retina, herida por la suprema claridad del astro, proyecta la huella de una esfera verdosa contra un fondo rojizo. Él comprende el proceso porque lo ha visto y repetido muchas veces, comprende que todo se origina en un punto íntimo del nervio óptico y ahí, sin que medie la decisión y con el instinto de conservación anulado, con unas tijeras corta el nervio: observa entonces dos soles gemelos en vez de uno, como si cada ojo registrara una imagen disociada, o como si cada hemisferio siguiera un rumbo paralelo al otro. La imagen esencial de un sol único poniéndose, una estampa que el tiempo no ha podido mover un ápice, se pervierte de súbito en una escena mutante.
La luz enferma que arrojan estos dos soles encuentra su parangón en la renovada dualidad de otro gadget flamígero que ha estado usando para sus experimentos: la vela. Un extraño objeto portador de una llama única cuyo uso en la mística tiene que ver con la intuición de que la verdad debe ser una, y con el anhelo de transitar el filo de la navaja de un presente en el que la multiplicidad se disolvería y la unidad sería todo lo que hay.
Pero ahora una vela bífida sostiene dos llamas gemelas, emitiendo una doble luz, y adelantando su deterioro debido a su excesiva incandescencia. Goethe acaba de ingresar en una pesadilla como siempre se ingresa en estas: por curiosidad.
¿Qué hay en una escena repetida simétricamente como la de dos soles gemelos poniéndose sobre el horizonte que resulta más inquietante que todas las catástrofes naturales de la tierra?
Goethe, curioso y suicida, ha cortado el nervio, el íntimo punto en el que se unía la dualidad. De hecho, mientras permanecía unida, ni siquiera sabíamos que era una dualidad uniéndose a cada momento. Lo que ahora ha de arremeter es la locura.
Mientras escribo esto camino por la calle y veo un anuncio en el que aparece el logo de Red Bull en el que dos toros se encuentran desde direcciones opuestas como metáfora escogida por la empresa para la energía difícil de gestionar que puede provocar la bebida. El choque de estos dos toros se produce, sin embargo, englobado en un sol único, lo cual podría interpretarse como un signo de que la razón no va a perderse durante la embestida autodestructiva o, si se quiere, una promesa velada de que mañana será otro día. Me parece que en este caso la dualidad no es perturbadora pues la cualidad de los gemelos es que no van en direcciones opuestas, no obedecen a morales contrarias: esa es la dualidad que contienen los hermanos y que implica complementariedad. Una polaridad de signos opuestos (bien/mal, luz/oscuridad) en cuyo equilibrio habría paz. Los gemelos en cambio tienen la misma condición estable pero su estabilidad solo causa extrañeza, son inquietantes porque no chocan entre ellos sino que se limitan a coexistir en una simultaneidad malsana. O, tal vez, sí se esté produciendo en estos gemelos “estables” una colisión: cada uno de ellos es arremetido por dos fuerzas tremendas desde direcciones opuestas, pero cuyo resultado vuelve a cero por ser equivalentes. Se trata entonces de la calma tensa fruto de una simetría de fuerzas perversa, el terror del punto medio, la quietud falsa del ojo del huracán. Ver un suceso gemelo parece ser una afrenta a Dios, que no permite que algo suceda doblemente, y así ha sido entendido a lo largo de la historia. Por eso en el arte religioso se ha considerado a la simetría de orden diabólico. La historia de la superstición es interminable. Cuando lo que se pone por el horizonte son dos soles gemelos, lo que entendemos es que mañana no será otro día, y que la normalidad ha sido violada.
Una de las pinturas de la exposición produce un efecto fantasmagórico temporal en la visión si después de mirarla durante un minuto o más miramos una pared blanca o cerramos los ojos, apareciéndosenos la misma imagen como un espectro con los colores invertidos. La imagen que habrá quedado impresa en nuestra retina son dos soles gemelos, o dos ojos fijos, y habitamos ya la pesadilla.
Aldo Urbano (Barcelona, 1991) utiliza la pintura para investigar los huecos que el mecanismo de la percepción puede contener en busca de experiencias renovadoras. En esta búsqueda, elabora narrativas alrededor de las imágenes en las que el dramatismo y la épica exagerada conllevan que, muy a su pesar, estas sean leídas en clave irónica.
* Cortesía de Bombon projects.
* Cortesía de Bombon projects.